Autora: Diana Ortega
Hace unos años
asistí a un retiro que cambió el rumbo de mi vida. En aquel momento no lo vi de
esa manera; pero ahora, recordando todo lo que ha pasado desde entonces, me doy
cuenta de que definitivamente fue un evento determinante de mi historia de
vida. Dentro de aquel retiro hubo varias situaciones que me impactaron, pero la
que más se grabó dentro de mí fue la frase de uno de los charlistas: “Dios no merece tus sobras”.
Esta sencilla frase
de 5 palabras hizo que cuestionara cómo había estado viviendo hasta ese
momento. Empecé por preguntarme ¿sobras de qué le estoy dando a Dios? Y en
respuesta podría decir: de tiempo, recursos, dones, atención, etc. Sin embargo,
si tuviera que resumirlo diría, sobras
de amor.
Había pasado
mucho tiempo buscando mi propósito, y estaba totalmente convencida que lo
encontraría cumpliendo con los parámetros de éxito que impone el mundo: un buen
trabajo, una gran casa, un carro de lujo, una relación idílica, reconocimiento,
etc.
Por supuesto que
no hay nada malo en los bienes que se pueden llegar a tener, ni que el esfuerzo
puesto en el trabajo honrado sea reconocido. Y ciertamente Dios bendice la
unión del hombre y la mujer, por eso instauró el sacramento del matrimonio, no
obstante, cuando ponemos alguna de aquellas cosas o a las personas como el
centro de nuestra vida, estamos perdidos.
Una cita bíblica
dice: “Nadie puede servir a dos patrones: necesariamente odiará a uno y amará
al otro, o bien cuidará al primero y despreciará al otro. Ustedes no pueden
servir al mismo tiempo a Dios y al Dinero.” Mateo 6:24. No hay nada
peor que desviar la vista de Dios, y sin embargo, resulta tan fácil. De pronto
porque a veces cuesta pensar en Él como una persona real, a quien podemos ver,
escuchar, abrazar o porque vemos el amor de Dios desde una perspectiva muy
limitada, proyectando en Él nuestras emociones y sentimientos humanos, otra
opción es porque simplemente no queremos amarlo.
Amar
verdaderamente a Dios lleva a la persona a cuestionarse, enfrentar errores,
asumir responsabilidades, dejar de justificarse, entregarse, etc. y hacer todo
ello, no es sencillo, en una vida que no se interponga a nuestro deseo al
tener, al poder y al placer. Y como resultado se termina dando sobras a Dios, y
ni siquiera podría decir que sobras de amor, porque no existe amor por Dios en
el corazón que está embelesado por el mundo.
En una mezcla
entre obligación y la errónea idea de que se le está haciendo un favor a Dios;
se termina dedicando sobras de tiempo. Reflejados en escasos minutos de
oración, asistiendo a la misa dominical por compromiso, tratando de ser una
buena persona que no le hace mal a nadie. Pero, en cuyas acciones no hará
participe a Dios porque “es libre de hacer con su vida lo que desee”. Además,
no buscará mejorar, ya que nadie es perfecto y simplemente esa es su forma de
ser.
No recuerdo
cuantas veces me justifiqué con aquellos argumentos tan pobres, pensando que
hacía mucho al dar a Dios aquellas miserias. Es como si no pudiera entender que
todo lo que tengo, incluida la vida, nada me pertenece. Todo lo bueno y
maravilloso viene de Dios, lo único mío es el pecado.
Y así me mantuve
por tanto tiempo, diciendo palabras vacías como “Jesús, te amo”, cosas que
había escuchado a otras personas decir durante la celebración de la misa, pero
que no sentía porque para mí seguía siendo ese Dios lejano al que tenía que
rezar por cumplimiento y a quien solo recurría en los momentos de angustia y
luego ignoraba. No entendía que, no se puede amar a quien no se conoce, mucho
menos entablar una relación y entregar sin miedo el corazón.
Estaba muy
cómoda con la monótona repetición de palabras que me hacían sentir que
desempeñaba mi deber como católica. Vivía convencida de mi falta de tiempo, lo
cual era una gran mentira, pues cuando hay un lugar donde se quiere ir o una
persona a la que se quiere ver, siempre se encuentra la forma. Decir que no
tengo tiempo, era la excusa perfecta para cubrir mi desorganización, y
principalmente, mi falta de interés.
Si eso puede
aplicarse a las relaciones humanas, también se aplica a un Dios que es cercano
a nosotros, vivo y tangible como las personas que forman parte de nuestra vida.
Un Dios a quien despreciamos porque simplemente no nos damos la oportunidad de
conocer y amar.
La siguiente
pregunta que vino a mi mente fue ¿Qué puedo hacer para remediarlo? La respuesta
era más compleja que la anterior porque representaba entrega, compromiso,
cambio, constancia y por supuesto y ante todo, AMOR.
De la misma forma
que lo hacemos y mostramos interés por una persona antes de iniciar una
relación, pensé, debo darme tiempo con Dios. Para conocerlo, para entenderlo,
para escucharlo. Si llego a amarle tan solo una ínfima parte de lo que Él me
ama, voy a querer estar siempre con Él, y confiada podré entregarle la
totalidad de mi corazón.
Y desde ese
momento he buscado amarle y encontrarle en la oración, en su palabra, en el
servicio. Aunque muchas veces sigo siendo la persona inconstante que se olvida
de Él, y que ahora en cambio se afana como Marta en las actividades que debe
hacer. En ocasiones me parece escuchar su voz diciéndome: “… Marta, Marta, te
inquietas y te agitas por muchas cosas, y, sin embargo, pocas cosas, o más
bien, una sola es necesaria…”
Sin embargo, Dios
que no se deja ganar en amor y en gracia me recuerda siempre, que a pesar de mi
pequeñez, Él me ama y siempre me espera. Y que, aunque tenga un largo camino
que recorrer, Él va conmigo. Al menos ahora, aunque a veces no pueda darle
todas las primicias, soy consciente de las sobras de amor que le estaba dando y
puedo hacer algo para cambiarlo.
Aunque no lo
merezco, aunque falle, Dios siempre está allí para renovar mi esperanza. Que no
importa lo que pase y que constantemente caiga y me levante. Si sigo de su mano
voy a poder pasar la eternidad con Él.
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